AL CORREDOR DE LAS MAÑANAS
“… cuando el hombre se concibe a sí mismo como una criatura, interpreta
su existencia en la imagen de Dios su creador; pero tan pronto como comienza a
concebirse a sí mismo como un creador, comienza a interpretarla a través de la
imagen de su propia creación, la máquina …” Viktor Frankl
La luna empezaba a desaparecerse empalideciendo lentamente. Rayitos
tímidos de luz comenzaban a colarse entre los árboles. Se sentía cómodo entre
las sábanas viejas. Los perros no se movían aún, lo que significaba que no eran
ni siquiera las cinco. Generalmente, era ese corredor jodido, que a saber por
qué infortunio se le ocurría trotar cada mañana frente a su propiedad, quien
los alborotaba. De otra manera, se mantenían tranquilos y sumisos como él. Con
la mirada recorrió el terreno que podía verse desde su ventana… –¿Su
propiedad?– se preguntó no sin cierta burla. Se quedó inmóvil, sin hacer ruido,
esperando casi sin saberlo, poder escuchar unos pasos que ya no existían. Esas
horas, cuando más solo se sentía, eran las mejores para tratar de dormirse de
nuevo, pero nunca lo lograba. La soledad se le calaba hasta la médula. Ya no
dormía como antes. Últimamente no solo no dormía lo suficiente, sino que los
pensamientos se le agolpaban en la cabeza y se desbocaban cada noche en un
tropel incesante de repeticiones y murmullos sordos que, de todas formas, no
lograba recordar al despertarse. Cada día se sentía infinitamente más cansado,
como si la noche le hubiera cobrado los malos recuerdos, como si ese cuerpo no
fuera el suyo, como si algo lo estuviera traicionando por dentro, como si
alguien con una voluntad diferente a la suya estuviera dirigiendo su orquesta
interior. Y no es que deseara echarse una siesta de repente o siquiera sentarse
a cuestionarse a dónde iba o de dónde venia. ¡Había tanto que hacer! Pero ese
cansancio extraño, necio, incansable y tan ajeno a él, parecía lograr
detenerlo. A veces le daban las once, doce de la noche y todavía andaba
revisándolas, planeando qué haría con ellas. Cómo las arreglaría o cómo
dispondría de ellas moviéndolas por todo el predio. En realidad era todo un
estratega, con todos sus análisis y tácticas cuidando de sus máquinas aún
cuando muchas veces olvidara si había o no aceitado esta o aquella o dónde
había puesto los tornillos que acababa de quitarle a la otra. A veces no se
contentaba en pensar solamente en dónde las colocaría y cómo lo lograría, sino
que él con sus propias manos las movía deshaciéndose en esfuerzos hasta
terminar sudoroso y jadeante y casi a punto de un síncope. Utilizaba, eso sí,
poleas y palancas y todo lo que encontraba en los terrenos vecinos que le
pudiera servir para moverlas porque ya ninguna encendía. Hacia muchos años ya
que se las habían entregado y muchos también desde que todo había empezado a
desmoronarse. Una tarde que ya empezaba a desvanecerse en su memoria, sin gran
pompa, circunstancia o ceremonia, le indicaron, ya ni recordaba cómo había sido
la cosa, que él y sólo él sería el responsable de velar porque nadie se robara
las máquinas o hiciera mal uso de ellas. Las máquinas habrían de ser su futuro
y su valor sería incalculable. Y la verdad, efectivamente lo fueron por muchos años,
pero en algún momento quién sabe por qué razón, poco a poco fueron siendo
desechadas y ya no se utilizaron para terminar ese edificio que nadie tampoco
explicó por qué había sido abandonado. Simplemente sucedió. Quizás tuvo 52 que
ver el progreso, o los cambios que parecían infinitos y absurdos. La cosa es
que sin comprenderlo jamás, la razón de su existencia se convirtió, en
realidad, en una carga para alguien más. Tampoco se animó a preguntar por qué
nunca vendieron las máquinas no fuera que se les fuera a ocurrir hacerlo. Y es
que las máquinas lo eran todo para Amador Caudillo. Sus formas grises, aún
enlodadas y frías al tacto, le recordaban algo cálido que tuvo un día pero no
lograba precisar qué era. El silencio era lo más acogedor que le brindaba cosa
alguna porque Amador nunca había soportado que nadie le dijera nada que lo
contrariara. Así, las máquinas significaban para él, la mejor compañía y le
eran tan queridas casi como sus bestias. Los tres perros que acompañaban cada
paso que daba Amador se habían ido convirtiendo en su familia. La verdad era
que toda la bulla que los infelices hacían en algún momento, aparte de cuando
lo saludaban, era el relajo de los ladridos cuando el corredor pasaba y la
feroz acometida con la que atacaban al susodicho en un elaborado y hasta
ridículo intento de defenderlo, levantando todo el polvo del predio. La mayoría
del tiempo, si ladraban, eran ladridos de pura alegría cuando lo veían entrar
de regreso de sus vueltas por el bosque, que más que bosque parecía jungla. Los
perros dormían al pie de la cama sin molestarlo nunca y los ruidos que hacían
se parecían tanto a los suyos que ni inmutaban su sueño. Caminaban siguiéndole
a donde fuera y al ritmo exacto de Amador (el cual sorpresivamente parecía
haber ido variando con el tiempo, ya que recorrer el predio le llevaba bastante
tiempo más que antes). Nunca le desobedecían y mucho menos le gruñían si algo
no les parecía. Comían lo que él les compartía de su propio plato,
mordisqueando de sus mismos dedos los trozos que les ofrecía y con su pelaje y
su calor, casi humano, le brindaban compañía suficiente para sus noches de
frío. –¡Tránsita! ¡Menjurje de razas! ¡Vení para acá! ¡A ver sentate aquí!– le
decía a la perra negra mientras la acariciaba torpemente. La Tránsita todavía
mordía a veces a pesar de ser la más vieja de los tres. Había estado con él
desde que le entregaron las máquinas, ya que era parte de la guardianía. A los
otros dos, al Machu Pichu y a la Venada los recogió del bosque en diferentes
oportunidades y nadie nunca los reclamó. El Machu Pichu era el más manso de
todos, aunque podía a veces ser un poco rastrero, cosa que se entendía pues sus
orígenes eran bien obvios. Era una mezcolanza completa de salchicha y quizás
french poodle, lo que explicaba sus aires de perro faldero que dificultaban
identificar si era macho o hembra. La Venada era la más rebelde. Jodía todo el
santo día pero Amador ya se había encariñado con ella y le resultaba muy
difícil siquiera pensar en deshacerse de ella, aún cuando constantemente lo
fastidiaba jalándole los pantalones para lograr su atención. Flacucha y de
patas largas, era veloz para salir corriendo, aullando lastimosamente si Amador
le pegaba un par de aquellos gritos que habían hecho temblar a otros menos
valientes. Pero leal como ningún otro, la Venada regresaba cada noche a echarse
junto a él, con un suspiro largo que le perdonaba todo. En fin, había llegado
la hora de levantarse. Eran ya las 5:30 y había muchísimo que hacer. Lo que
hacía era importante. Él lo sabía. Mucho dependía de él. A veces se engañaba
pensando que muchos dependían de él, pero la verdad era que ni siquiera las
máquinas dependían de él, pues en su lenta y determinada descomposición, lo
único que hacían era ser cómplices en el propio desahucio de Amador. La joroba
ya empezaba a notársele, pero nadie en realidad lo notaba porque no había nadie
para notarlo. Los años iban cobrando lo vivido. Los dientes amarillentamente
grises, la calvicie incipiente sobre su rostro mustio de tanto fumar, el
chaleco azul todo raído que le había regalado Blanca, tampoco los notaba nadie.
Sus pantalones desgastados y manchados que ya nadie lavaba, sus botas de hule
rotas de la suelas por donde el agua de los charcos se le colaba, su pipa
ennegrecida por el tabaco barato que ya casi no se conseguía, también se
desvanecían en el olvido de ese lugar por el que casi nadie transitaba. Los
perros aún aletargados por el sueño y apenas terminando de estirarse, salieron
despetacados al olfatear su presa. –¡Ya viene ese otra vez! ¿Será que no se
cansa?– se preguntaba mientras se alisaba la barba con los dedos, preguntándose perplejo
por qué el tipo insistía en coquear a la Venada. El corredor pasó frente al
predio acelerando el trote significativamente mientras le gritaba unas puyas a
la Venada y apenas alcanzó a levantar la mano en un gesto de alegría saludando
a la vida. Amador le devolvió el saludo mientras sosegaba a gritos a la Venada
resintiendo el alboroto. En realidad, dentro de su mundo apenas si registró el
saludo. Tampoco él notaba ya lo que pasaba. En un recoveco de su cerebro se
estremeció la certeza de que si, quizás en los últimos cinco años, la única
persona que parecía reconocer que existía, era este corredor. Blanca, su
Blanca, a la que verdaderamente nunca había amado como ella necesitaba, se
había muerto de tristeza esperándolo en la tierra que los había visto nacer.
Tanto lo había querido y tan grande era su añoranza de un hogar junto a él,
que, sin apenas darse cuenta, se dejó consumir al otro lado del mundo, soñando
con el que nunca había querido llegar, hasta que una tarde, doblándose sobre sí
misma, cerró los ojos y nunca más los volvió a abrir. Sus hermanos, seguramente
en persecución de otras quimeras, nunca llamaban y los amigos de antaño, uno a
uno, habían ido colgando los guantes, entregándose renuentemente al Creador.
Amador cosechaba lo que había aprendido a sembrar. No podía ser diferente y
tampoco podía haber dado más, pues ya había dado demasiado. La verdad es que al
vivir, Amador realmente se había terminado a sí mismo dándose de forma tal que
nunca llegó a percatarse que sus propios sueños ya los había logrado, con uñas
y dientes, mucho tiempo atrás. Por eso, las máquinas eran vitales. Había que
moverlas de nuevo de lugar. Había que sacudirles el óxido. Había que
desempolvarlas nuevamente. Había que contarles el kilometraje y medirles el
aceite; calibrarles las llantas y apretarles las tuercas. Pulirlas de nuevo,
contarlas y volverlas a contar y tenerlas listas. No fueran a necesitarlas
algún día. Se levantó renqueando por la
gota. Sus carnes fogosas de antaño, se habían convertido en pellejos que
colgaban como telones de un acto que termina. Jaló una tortilla mohosa y se la
zambutió de un solo, logrando apaciguar los gruñidos salvajes que parecían reventar
ese estomago con ínfulas de abril. Salió de la casita al predio baldío que era
ya tan parte suya y enfrentó el sol de cara, ufano en su soledad e impertérrito
ante la vida real que es el vivir. El frío que lo rodeaba alcanzaba la médula
de sus huesos que ya empezaban a volverse polvo. Pero para Amador lo único que
existía era ese día, ese momento. La muerte no era ni había sido nunca parte de
su agenda. Así que, negando lo que sus entrañas le gritaban, Amador se dirigió
a sus máquinas que parecían decirle –Aquí estoy esperando, ven y ámame Amador–.
Y Amador abrazándolas, las amó más que a nadie
Miami 2006